locasinloquero

No soy mujer, soy personaje. Vivo en la parte equivocada del universo.

Tiempo de mudanzas...

Empecé este blog hace apenas un mes y una semana. Como todos saben, estaba reponiéndome de los duros años de soledad, reconstruyendo el mundo y sacando la cabeza de donde la tenía escondida. Hoy los tiempos son diferentes, hoy todo ha cambiado.

Tengo amigos, ¡y tantos! Mastodon ha sido la brisa fresca, el alimento de luz que mi espíritu necesitaba para reencarnar en esta nueva vida. Al fin salí del capullo donde estaba refugiada y vuelo cual feliz mariposa por un mundo de ideas y palabras. Es difícil reconocerme en la sonrisa que soy ahora, es difícil porque el libro que soy ha vuelto a abrirse, y los nombres que me acompañan son tantos, tan poco comunes, tan especiales...

Está, por ejemplo, y sin demeritar a todos los demás, mi querido, queridísimo Gato. No sé cómo se llama, para mí será siempre Gatito, el adorable, el grandísimo héroe del día, de la semana, del mes y del año, que se compadeció de mi (evidente, ya todos sabemos) ineptitud cibernética y me hizo el regalo más hermoso que pude haber imaginado: ¡¡¡¡mi nuevo blog!!!

Lo amo. Y amo a Gato. Y amo el gesto. Y amo mi vida. Ahora podré escribir como estoy acostumbrada: con imágenes, con enlaces, ¡con caja de comentarios!, con todas esas maravillosas cosas que hacen que podamos hablar y que el blog no sea un discurso unilateral. También amo los comentarios que van dejando (Hugo, cómo te quiero!) y en resumen, soy una persona irreconocible, llena de amor por todo y todos, hasta por los vecinos que me hacen la vida difícil. Tengo, en resumen, ganas de besarlos a todos (aunque me contengo porque luego así empiezan los malentendidos, ya sabrán...).

En fin, ésta es mi última entrada por aquí. Es mi despedida a todos los que heroicamente han leído el blog en blanco y negro, con mis fallas y mis frustraciones volando por el aire. Sé que algunos ya leyeron mis entradas, pero los invito a que descubran junto a mí cómo se ven cuando las adaptamos al siglo XXI....

Los quiero, y los veo por allá.

Aquí está mi nuevo blog, que huele a nuevo y a cariño de amigos

@[email protected]"> y éste es Gato Oscuro, al que todos amamos

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¡Buenas letras!

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o si quieres ir a morbosear mi vida anterior...

ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora

Estoy escribiendo esto un domingo a las 5:30 de la mañana. Sí, yo tampoco entiendo qué hago despierta a esta hora, pero desde que supe que iba a presentar mi lectura he estado teniendo esta especie de insomnio inverso: por las noches pongo la cabeza en la almohada y ya estoy roncando, y a veces llego incluso dormida a la cama... pero luego, a las 5:30 de la mañana (siempre a esta hora) soy consciente de pronto del canto de los pájaros, de a nueva luz. Mi vida está amaneciendo nuevamente, y pareciera que busca los amaneceres como la guitarra busca una voz afinada para hacer un buen acorde.

Ayer, todos ustedes saben, fue un día importante, porque después de tanto estrés, drama y ataques de pánico (más informes, acudir a Mastodon), al fin tuve mi presentación en El Sótano, que es ni más ni menos que una de las librerías más importantes del país, pero también un símbolo de todo lo que amo. El Sótano ha estado ahí desde siempre, y cuando yo era una niña, mis papás me llevaban un día sí y otro también de paseo ahí. A otros niños los llevaban a McDonalds, a mí mis papás los hippies me llevaban a leer libros. Tomaba alguno con mis diminutas manos y me acostaba con total desfachatez en medio del pasillo a leerlo, a viajar a mundos fantásticos de magos o piratas, de duendes o marinos. Luego me compraban un libro y me llevaban al café, que estaba abajo (en el sótano del Sótano...) y nos sentábamos los tres a leer cada uno su libro, en la versión noventera, en aquel entonces muy bien vista, de “familia que va al café pero no habla porque está leyendo el celular”. Era mi paseo favorito, mi lugar favorito en el mundo. Lo sigue siendo, en realidad.

Así que volver al escenario justo en ese lugar, que encierra en sus anaqueles tanto trozo de vida, tantos fragmentos felices de memorias pasadas, tuvo algo de místico. Es como si los mensajeros cósmicos de Quien Quiera Que Sea Dios me hubieran mandado señales de que mi miedo a volver es injustificado, de que estoy haciendo lo correcto y de alguna manera volver no es un suicidio sino un nuevo comienzo. Como ayer, cuando después de mi ensayo general (hecho con en el café, donde los comensales obtuvieron un inesperado espectáculo gratuito), iba caminado por la calle, con los nervios de punta, la garganta cansada y la mente y el cuerpo agotados por tantas emociones. Pensé, por un momento, que no iba a poder con esto, que era demasiado... y entonces crucé la calle y una mujer guapísima, micrófono en mano, nos invitó a pasar a la kermess por el día del niño de una tienda de automóviles. Nos dieron el helado más enorme y delicioso nunca habido, y media hora después iba yo, convertida en una niña, caminando por Quevedo con mi enorme helado que resultó ser todo lo que necesitaba para ser feliz: mi garganta se recuperó y yo me sentí tan a salvo como ha pequeña de la mano de su mamá. Para cuando lo terminé, estaba lista.

El espectáculo fue, desde donde yo estaba, perfecto. La gente comenzó a llegar a oleadas y cuando me di cuenta ya éramos muchos leyendo poesía, riendo de mi vida y poniéndonos las manos en los hombros en solidaridad por nuestros respectivos desastres amorosos. Hicimos esa comunión tan especial que sólo puede hacerse cuando estás en el escenario y lees poesía. Les entregué, en cuarenta gloriosos minutos, todo lo que tengo y todo lo que soy, todo aquello que guardé estos nueve años de ausencia, enntre mocos y lágrimas, en espera del día en que pudiera volver a estar ahí, en el lugar que es, sin duda, mi rincón favorito del universo. Algo que no te cuentan sobre el escenario es que, cierto, tú das todo de ti, te esfuerzas durante meses ensayando, eligiendo repertorio, pensando en cada detalle, que incluye qué te vas a poner, qué chistes vas a decir... pero una vez que estás allá arriba, ya no eres tú el que da los regalos. El espectáculo va fluyendo casi sin que lo notes, te hermanas con tu público, con cada uno de los presentes y todo desaparece. Es un momento de excepción, donde todo lo que no es ese lugar y ese momento desaparece del universo y sólo importan los presentes. Si lo haces bien, recibes a cabo el más increíble (e inesperado) regalo: la energía de quienes te escuchan). Es un escalofrío en los huesos, un vacío en el estómago, un subidón de energía que no he sentido en ningún otro lugar, y que te lleva a las alturas más elevadas. Como estar drogado pero sin daños colaterales y producto del amor intenso y total que sientes por quienes te escuchan.

La energía que te deja un espectáculo es siempre legendaria. Yo no sé cómo hacen Alejandro Sanz, los Rolling, los Fabulosos Cadillacs para no caer muertos del gozo cuando están en eventos multitudinarios. Llenar el Zócalo, desde los zapatos del artista, debe ser una experiencia cósmica.

Lo que nadie te advierte cuando empiezas es que el subidón de energía,. Que te hace sentir tan bien, tan activo, tan hijo de Dioses, más o menos hora y media después tiene su contraparte : el bajón. El bajón es sorprendente, porque tú estás platicando, bromeando, sintiéndote mejor que nunca, tan feliz, tan el hijo hipotético de Superman y la Mujer Maravilla, cuando de pronto pareciera que pusieron una aspiradora y te chuparon de golpe toda la energía prestada, y en el camino se llevaran, de paso, también la tuya. En dos segundos pasas de ser El Nuevo Personaje De Marvel a arrastrarte de donde estés a donde puedas recostarte, cierras los ojos y el mundo se apaga. Los pies bajan de donde andaban volando y tú vuelves directo a la tierra, con tanta fuerza que se abre un agujero en el piso y quedas medio atorado en el inframundo.

Supongo que los nervios de toda la semana me han llevado a esa caída con más fuerza que de costumbre, porque ahora mismo ne siento exactamente como un papel arrugado, hecho bolita, que va volando directo a la basura. El mundo todavia me da un poco de vueltas, tengo una sed infernal, mis ojos hacen un esfuerzo de señora en su primer día de gimnasio cada vez que pestañean y mi mente me ruega, me solicita, me pide con gran cansancio, que la apague por un día y la deje en paz. Cuando no entiendo se pone en huelga y mi mirada se queda en el vacío sin que ningún pensamiento la acompañe. Como ahora mismo, que entre la última frase y esta caí en el coma más corto de la historia, unos dos segundos y medio de fase REM sin sueños, sólo una pantalla negra envolviendo mi cuerpo. Vuelvo a dormir, en cuanto me recupere les sigo contando.

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ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora

Hoy es sábado, pero no es cualquier sábado, no para mí. Hoy, queridos mío, es uno de esos sábados que deberían quedar grabados con letras de oro en el calendario, o al menos, ya que soy pobre, inscrito en una humilde tablilla de arcilla que algún incendio haga inmortal. hoy es el día en que vuelvo al escenario.

Dos fechas quedarán marcadas para mí sobre el tema. La primera es el 3 de abril, el día que abrí mi cuenta de Mastodon, y que fue el momento en que me lancé a la loca aventura de volver a ser escritora, y hoy, 29 de abril, el día en que Renazco. Suena dramático, ''renacer'', pero es un verbo exacto. Para mí los escenarios son tan vitales como el aire, tan indispensables como el agua, y cuando no los tengo algo pasa en mi organismo que transmuto y dejo de ser una persona completa y despierta, me transformo en una hibernante que va por las calles sólo transitando.

Soy hija de un hombre, que a pesar de su trabajo de oficina, amaba los escenarios. Papá era, de joven, un actor excelente, según cuenta la familia, un pastor metodista que contaba cuentos a los niños (antes de ser expulsado de la Iglesia Metodista por revolucionario) y, me consta porque lo vi en acción, un tremendo lector de poesía en atril. De cuando en cuando se sentaba a leerla ante un público minúsculo y entusiasta, conformado por mamá en los cinco años que estuvieron juntos, y por mí, especialmente cuando viví con él, en la adolescencia. Sus poemas fluían entonces como el río más hermoso, a veces quieto y manso, a veces revuelto y salvaje. Yo podía estar toda la noche escuchándolo, saboreando cada verso, con los ojitos bien abiertos y el corazón lleno de admiración y de orgullo, con ese amor que una chica sólo puede sentir por su padre. “Cuando sea grande, me decía, voy a escribir así, y luego voy a leer mi poesía justo como papá lo hace”.

Un día, en la prepa, hicieron un concurso de oratoria, y supe que era momento de homenajear a mi sacrosanto ídolo poético. Papá había hecho una edición casera de sus versos, un librito de publicación limitadísima que ocupó el estante de honor de la familia. Yo decidí que, por mucho que amara a otros poetas, ninguno de ellos tenía el toque de orgullo familiar que me inspiraba mi padre, y que si iba a leer poesía en frente de un montón de desconocidos, iba a ser de alguien que llevara mi sangre y mi apellido.

Papá estaba extasiado con la decisión de su hija la más pequeña. La alegría se le salía del pecho y lo demostró como se demuestran esas cosas en la familia: tomándoselo muy en serio. Se sentó conmigo un mes todas las tardes y las noches a practicar la lectura de sus versos, y de paso me enseñó todos los gajes del oficio. Aprendí, con grandes trabajos y frustraciones, a decir ¡ah! como un suspiro, largo y sostenido, que poco a poco se va extinguiendo. A no cambiar ese ¡ah! por un ¡oh! sarcástico, tal vez un poco sorprendido. Me dio ejercicios con el lápiz para lograr la dicción perfecta y me enseñó a darle a la poesía el tiempo que se merece. La pausa dramática, la mirada inteligente. Como el carpintero que enseña a su hijo favorito el arte de construir hermosas mesas, así mi papá me enseñó a darle vida a los poemas. Y con el respeto sagrado con que el hijo aprendiz toma por primera vez el serrucho y el martillo, así llegué yo a aquel concurso. No gané, por cierto, principalmente porque nadie conocía al poeta y el estilo de lectura no era suficientemente engolado para el gusto de los jueces, pero gané algo más que un premio: gané un oficio, ni más ni menos que el más importante de mi vida.

Es justo decir que soy escritora, que soy poeta, pero también soy algo más: soy lectora de poesía. Es un arte por sí mismo y tiene su mérito propio, aunque es un oficio casi sin nombre en nuestros días. En el pasado, cuando la gente no leía, allá en la lejana Grecia de los pensadores y la democracia, los lectores de poesía iban de ciudad en ciudad a leer o a recitar poesía, cuentos, leyendas. La gente se aglutinaba en el teatro como hoy lo hacemos para ver a Café Tacuba, a Serrat, a Shakira o a los Rolling Stones. Y el orador recitaba con una magia tan pura que sus palabras mostraban colores y rostros, y todos se sentían hermanos escuchando aquellos poemas tan hermosos. Ahí debo haber estado yo, en otra vida, haciendo justo lo que hago ahora pyara sentir que vivo.

Pero que no exista el oficio ya de lector de poemas no significa que haya desaparecido el gusto por escucharlos. Soy de la generación que vio, con ojos maravillados, al gran Sabines llenar las Islas (el centro de reunión de la UNAM, a escasos minutos de mi casa, un gigantesco jardín rodeado de unas ocho facultades) y el Zócalo. Para nosotros, en aquel entonces, la poesía llegaba mucho más por los oídos que por los ojos. Amo los libros de Sabines, por supuesto, pero sus grabaciones siempre me llevan a lugares encantados, a emociones nunca antes inventadas, a los mil y un recuerdos que se encierran en la música de su poesía. Qué suerte la mía, qué suerte tan espléndida, haber crecido rodeada de tanta poesía sonora. Yo soy, por supuesto, aprendiz de todos ellos, aunque nunca Maestra. Pero me siento feliz así, con mi pequeño talento, con mi tremenda herencia, haciendo lo que puedo por llenar de poesía los más inesperados rincones.

Hoy, ya les digo, comienza la primavera y, lentamente, abro los ojos después del largo sueño del invierno.

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ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora

Es una cosa complicada esto de ser escritora. Para empezar, ser escritor nunca parece ser el sueño de tus padres cuando eras un pequeño y adorable bulto chillón. No, ellos te cargaban y te hacían cosquillitas imaginando que en el futuro te dirían ''licenciado'', ''doctor'' o ''ingeniero''. Veían con ilusión el trozo de pared en el que colgarían tu título profesionsal, ése que le dice a todo el mundo que eres alguien y que tus padres, por supuesto, lo hicieron todo bien. Cuando sus amigos se encontraran en un problema, los llamarían a ellos para ser representados por el Abogado, con mayúsculas, u operados por el Neurocirujano con doctorado en Harvard o Yale. Ése ser importante y bien vestido eras tú en la mente de tus papás.

Las reacciones a la noticia de que el plan no va a ser el de sus orgullosas fantasías es siempre diversa, pero aún así unificada por el horror y la decepción. Los escritores no usamos traje a menos que estemos locos o alguien nos haya dado el Nobel, cosa que, aceptémoslo, es harto improbable. Además, ¿en qué situación posible o siquiera imaginable un amigo suyo podría necesitar a un escritor? Los escritores no somos, como todo el mundo sabe, los sujetos más útiles en la lista de contactos, como no sea para tener una buena conversación. Tampoco somos, por lo general, de los que acabamos la carrera y le damos el gustazo a nuestros papás de colgar el bendito título universitario en el rincón de honor de la pared, porque por lo general nos damos cuenta de que queremos ser escritores justo a la mitad de nuestros estudios, y siempre vamos como unos locos en busca de las Musas, dispuestos a abandonarlo todo cuando el llamado ocurre. Y además es casi una verdad consagrada que seremos pobres, porque pobre y escritor deberían ser sinónimos en el diccionario. Cuando los escritores nos juntamos a tener nuestras charlas de café, o nuestras farras de cerveza (que suelen ser legendarias) siempre rompemos el hielo hablando de la manera en que nuestros padres se desmayaron al oír la noticia. Los pobres estaban preparados para malos matrimonios, homosexuales, transexuales, delincuentes y hasta políticos, pero escritor es una de esas cosas que no vienen en los manuales de crianza. Incluso tenían un plan por si encontraban cocaína escondida en nuestro armario, pero un cuaderno repleto de versos... eso es demasiado para cualquiera.

Las historias son variadas y siempre entretenidas, y por lo general ocupan varias horas de conversación. Los hay, por ejemplo, que fueron expulsados de sus casas, desheredados de por vida. Otros tuvieron madres que desarrollaron el extraño talento de llorar apenas los veían salir de la habitación. Alguna vez encontré a uno que había sido llevado a la tumba del abuelo, a ver si el espíritu de los ancestros lo hacía entrar en razón. Pero por mucho que uno ame a sus padres, las Musas son nuestro faro y nuestra luz, son la guía que nos lleva por la selva oscura que es el mundo, y también nuestra comida y nuestra agua. Un escritor que decide dedicarse a ello lo hace, por regla general, porque no tiene otra opción.

Y es que ser escritor está muy lejos de parecerse a elegir una carrera. Un ingeniero sale de su trabajo y es Pablito Gutiérrez, el que tiene otras cosas en la cabeza. Un día el ingeniero Pablito Gutiérrez puede tener una crisis existencial y decidir que ahora quiere ser el taquero Pablito, o Don Pablo, el de la tienda. El escritor, no. El escritor siempre será El Escritor Pedro, con el oficio por delante. Y puede trabajar en un millón de oficios, cosa que con toda seguridad hará (yo he sido nana, la de las copias, cantante de peseros, recepcionista de hotel de paso, lavaplatos...), pero en cuanto tenga cinco minutos libres, e incluso si no los tiene, tomará una pluma y el primer papel que encuentre y escribirá con la misma ansiedad del extraviado en el desierto cuando llega a un oasis. Para nosotros, los escritores, escribir es tan vital como respirar, comer y beber. Es simplemente irrenunciable.

Yo tuve suerte porque mi mamá reaccionó razonablemente rápido y razonablemente bien ante lo inevitable de mi decisión. Me conocía suficiente para saber que iba a ocurrir tarde o temprano, porque venía dando señales de mi tremenda deformidad profesional desde la pubertad, quizá antes. Pero además era una veterana en lidiar con mi legendaria rebeldía y sabia que si se oponía iba a ser peor. Yo era capaz de tomar mis pertenencias en un trapo amarrado a un pañito, como la caricatura que tanto me fascinaba de niña, e irme a vivir abajo de un puente con tal de dedicarme a mi pasión. Así que cuando le informé, con la misma seriedad del que dice ''mamá, soy gay'' que era poeta, sólo me miró con toda seriedad y dijo: – ¿y de qué vas a trabajar? Me costó una hora convencerla de que ser escritor de hecho es un trabajo. Que vender libros no es cosa fácil y hacerse un nombre tampoco. Probablemente ayudó a mi causa el hecho de que llegara con un plan de negocios: pensaba leer mis poemas en la calle y así vender mis libros. O probablemente no, pero ya que mi pobre madre había tenido que superar ocho años antes que cantara en peseros, tomó mi alocado plan con resignación.

Me siento mal con mi madre y su heroica reacción, porque lo que ni ella ni yo intuíamos es que ser poeta es mucho peor que ser escritor. Para sorpresa de todos (excepto mía) lo de leer en la calle de hecho funcionó, y vendí libros como enajenada, por lo que por un momento pareció que el susto había sido injustificado y con suerte lograría hacer algo medianamente bueno de mi vida. Y una vez superado el primer shock, la verdad es que los padres suelen encontrar que el aura de escritor también tiene sus encantos, que es presumible y todo, por lo que cambian con el tiempo el llanto y el enojo por el orgullo y las selfis. Además pueden invitar a sus amigos y a la familia a las presentaciones de libros, que siempre son glamourosas y los dejan muy bien parados. Pero justo cuando estábamos, ella y yo, cantando victoria, descubrimos simultáneamente que ser poeta es un deporte de alto riesgo. En palabras de Facundo Cabral, dichas un día antes de que lo asesinaran, ''en las dictaduras los poetas siempre mueren primero''. Y ahí estaba yo, atrapada en la ironía de haber tenido demasiado éxito en mi empresa imposible con mi idea descabellada.

Sin mamá, hay que decirlo para que quede claro, yo no habría sobrevivido ni quince minutos. Como una demente (ahora entiendo de donde saqué mi legendaria locura) se subió a mi barquita sin remos y navegó conmigo a través de los huracanes que, uno tras otro, llegaron a partir de entonces. Cuando no pude trabajar, ella lo hizo sin chistar, y se sumó a la lista de empleos raros que había inaugurado yo. Fue empacadora en el súper, vendedora de palomitas (que hacía yo en casa) y de paletitas en los camiones. Durante años no salí sola a la calle, porque quería que, si me desaparecían, al menos pudiera decirle un último ''adiós'' antes de que me subieran a la patrulla y mi vida comenzara a terminarse. En el camino, gracias a eso, nos volvimos inseparables. Cuando era chica cometió grandes errores, es cierto, pero ¿quién no la perdonaría después de todo lo que ha hecho? Se volvió, sin dudas, mi mejor amiga, mi mano derecha y mi espalda en la batalla. La ramita de la que me agarré con fuerza cuando la soledad me pudo haber vuelto loca, mi familia en una forma que no se consigue salvo navegando tempestades.

A los catorce años la gente me veía muy mal porque me fui de casa y le dejé de hablar dos años, y era famosa en la Unidad (versión urbana de un pueblito) como La Peor Hija Que Nadie Hubiera Conocido. Años después, en una vuelta de tuerca sorprendente, terminé siendo considerada la Hija Pródiga con Mamitis, prospecto de solterona que no sabía vivir sin su mami. Ninguna de las dos versiones es cierta, claro, porque cuando me fui tuve mis razones, y cuando no salía sin mamá, como les digo, era por motivos más bien prácticos, pero en algo tienen razón: pocas personas han amado a su madre más que yo.

Y esa es la única ventaja, queridos padres atormentados, que tiene ser padre de un escritor: que su amor y su agradecimiento será bien público y, si tienen suerte, tal vez incluso un día lo escriba en un blog.

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Tengo que confesarlo, no he sido yo misma los últimos nueve años. En la calle, cuando camino por mi barrio, tengo la manía de ser un personaje que dice que se llama Lupita. Una mujer normal, de cabello oscuro y tez blanca, que habla de cosas etéreas y anodinas, como perros, gatos, y el clima. No es grato ser un personaje, pero uno se acostumbra con el tiempo. Me sentía a salvo en mi mundo banal, a salvo de un mundo que había resultado más hostil y peligroso de lo que yo pensaba que era a los veinte años.

Sin embargo, en secreto, a espaldas del mundo, yo seguía existiendo. Esa que yo era cuando era alguien, la que escribía, la que sufría, la que exhalaba poesía en cada aliento. Todo lo que realmente era yo terminó encerrado entre cuadernos, bajo llave, donde sólo yo pudiera alcanzarme.

No tiene mucho que abrí las puertas de mí misma, que quité el letrero de CLAUSURADO del portón, que entré a ver lo que quedaba después del tornado. Apenas estoy, como quien dice, descubriéndome de nuevo. He llegado a ser una desconocida incluso para mí misma, y ahora ese cuaderno, esa prisión de papeles parece albergar a otra, a la que era entonces, que no soy yo. El mismo río pero mucho más abajo, eso parece que soy ahora. Ahí, en el precipicio, soy esa cascada que se desmorona y siente el vértigo de la caída.

Abrir la puerta de ese cuaderno, entonces, está siendo una experiencia más bien terrorífica. No sé qué me asombra más, si que haya yo escrito esos viejos poemas o que de alguna manera haya encontrado la fuerza para seguir viviendo con ellos, a pesar de ellos. Hoy me estoy redescubriendo, un poema a la vez, mientras los paso a mi computadora, y lo estoy haciendo entre ataques de pánico, de llanto y de tristeza, pero también entre arranques pasionales por hombres hace mucho tiempo olvidados. ¡Si pudiera recordar sus nombres! O tal vez los recuerdo, ahora mismo no me queda claro.

Es un camino minado, es un valle tétrico lleno de zombies esto de volver a ser escritora. Apenas puedo creer, apenas puedo, que esté pensando por fin en editar el viejo libro que hace tantas vidas les había prometido. Pero así es, los astros dicen, y lo dicen claro, que está a punto de nacer Clandestino.

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Contra lo que parecería, yo he estado encerrada en varios closets a lo largo de mi vida. No es algo evidente, puesto que quienes me conozcan sabrán que, de hecho, he dedicado gran parte de mi tiempo y energía a andar contando, más o menos de manera precisa, los vericuetos de mi vida. A los veintipocos, cuando publiqué por primera vez Corazones Frescos, Recién Lavados, me jactaba con orgullo de ser “un libro abierto”.

He aprendido con el tiempo que uno se hace adulto cuando empieza a guardar secretos. He conocido niños de diez años que ya comienzan a vivir la soledad y el aislamiento de lo oculto, gracias a padres inmisericordes que los forzan a callar historias que no son culpa de ellos, y conozco mi caso extraño, en el que logré llegar casi sin ellos a los veintiséis años. Creo que era el reflejo de ser parte de una familia donde todo se oculta, donde más que al amor se jugaba a la política, tanto que yo solía llamar a casa “Buckinham”... y no.era con agrado. En contraste, cuando por fin me liberé de papá y toda su rama familiar, decidí tener una vida diferente, en la que hubiera poco que ocultar y pudiera vivir de manera abierta, sin secretos y sin armarios, porque son cansados y aburridos. Sin embargo a veces.uno puede hacerlo todo bien y aún así tener que callarse las cosas. Resulta que, en ocasiones, puedes volverte políticamente incorrecta por hacer lo correcto, y entonces, más que en ningún otro momento, tu vida corre peligro. Porque la gente puede perdonarte que seas, para sonar como abuelita, ''de cascos ligeros'', de moral dudosa, de gusto evidente por.lo ajeno, pero nunca perdonará que hagas lo que ellos, en su fuero interno, consideran que deberían estar haciendo. Cosa que aprendí por las malas cuando pude salir de donde me había escondido y los vecinos, familia y amigos se enteraron de que era amenazada política.

Probablemente lo más duro fue que, en aquellos años del Peñismo tardío, nadie quería estar ni remotamente cerca de un amenazado político, porque digan lo que digan hoy en día, todo el mundo sabía que estar en contra del gobierno era practicamente una sentencia de muerte. Además estábamos pasados de moda porque en la tele y el radio nos decían “chairos” y se burlaban de nosotros todo el tiempo, hay que decir que con un humor particularmente poco creativo, y carente tanto de sinapsis como de vocabulario. Unos por miedo, otros por incomodidad y muchos más porque no éramos suficientemente “fashion”, todos cambiaban cuando se enteraban de que te habías jugado la vida enfrentándote como suicida al peñismo. Había quien dejaba de plano de hablarme, o corría lo más lejos posible de mí cuando presentía que tenia la letra escarlata. Esos eran dolorosos, especialmente cuando se trataba de viejos amigos. Pero los que me enojaron de verdad fueron los que lo disfrutaron. La prima, antes una de mis personas favoritas, que llegó a casa y se pasó una semana burlándose de mi pobreza. La vecina que, al enterarse, le dijo con petulancia a mi mamá que, por suerte, “sus hijos sí habían salido buenos”. El amigo de la familia que no perdía ocasión de repetir que deberian de matar a los revoltosos. Sí, fueron tiempos amargos. Si alguna vez he sido misántropa, fue en aquellos días aciagos.

Al final terminé por callarme el asunto de que era amenazada política, y evité hablar de cualquier cosa que tuviera que ver con el tema, por lo que me pasé unos cinco aburridisimos años hablando de perros y gatos, del clima y de las mejores técnicas de bordado. Aburridisimo, ya les digo. Supongo que así de frustrado se ha de haber sentido mi ex el gay saliendo conmigo para que no se enteraran de que le gustaba mi amigo. Los closets son solitarios, frustrantes y descorazonadores. Por eso hoy, que al fin he salido de mi armario político, me siento tan extraña y benditamente libre. Así es, mundo. Soy amenazada política y ya lo dije, y ya lo supieron, y van a tener que acostumbrarse al hecho. Desde este lado de la silla se siente como si me hubiera envuelto en la bandera arcoiris con un letrero de “sólo quiero besar mujeres”. Porque pasa con este closet lo que pasa con todos los closets del mundo: siempre dejan de lado a un montón de gente que de hecho no te juzga ni te ataca por ser quien eres. Como un par de amigos que se están tomando bien la sorpresa, y especialmente como mi nuevo proto-galán, que aparentemente considera que es diverrtido estar cerca de alguien con una vida tan emocionante. Se siente bien esto de volver a ser un libro medianamente abierto. Había olvidado cómo se sentía no estar sola enmedio de multitudes.

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ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora

Si sociabilizar fuera un músculo, hace diez años yo hubiera sido una fisicoculturista, fuerte y segura de mí y mi capacidad innata para tratar con el resto de seres humanos. Iba por ahí, con mi sonrisa contagiosa, sabiendo qué debía de hacerse y qué no para encajar en básicamente todos los grupos sociales que me interesaban. Era una maga en el arte de decir la palabra precisa, hacer la broma correcta. Era lo mío, esto de pertenecer al mundo.

Pero entonces vino el mundo, quiero decir los poderosos del mundo y decidieron que mi superpoder estaba siendo utilizado para fines perversos como, ya saben, leer poesía y convencer a algunos incautos soñadores de amar al prójimo. Como sabemos todos, eso siempre acaba igual, con una cruz y un ingenuo clavado a ella. Así que me aislaron, me obligaron a desaparecer y, cuando reaparecí, pusieron a mi alrededor tantos espías que llegó un momento en que simplemente aprendí a lidiar con ellos. La estrategia es simple: no confío en nadie, no digo ningún secreto a nadie y voy por la vida fingiendo que no me doy cuenta de que me están espiando.

La estrategia ha funcionado, todo sea dicho. Mis pobres espías se están jalando de los pelos, principalmente porque no logran sacar la más mínima información de mí, a pesar de que en su versión de la historia son mis amigos (han logrado establecer contacto, supongo que dicen) y compartimos muchas tardes de café, cenas, paseos. Se supone que, después de tantos años de cultivar mi amistad, ya deberían de haber averiguado algunos nombres de rebeldes revolucionarios, a los que poder desaparecer, o al menos tendrían alguna idea sobre mis malignos planes. Supongo que ahora que estoy escribiendo de nuevo podrán ahorrarse el trabajo de tratarme y leer directamente aquí y en Ciudad Imaginaria lo que he estado pensando y tramando.

Pero ahora, por razones que ya les contaré en otra ocasión, decidí que estoy harta de sólo socializar con gente que yo sé que manda el gobierno para obtener algo con lo que poder callarme. Puede que me haya acostumbrado a fingir que no me entero de nada, pero es cansado y desesperante estar rodeado todo el día de gente que quiere arruinarte. Es como no tener amigos, pero más solitario aún, porque entre tanto guardia no puedes hablar ni siquiera con tus amigos imaginarios. El punto es que quiero, deseo como hacía mucho tiempo no lo hacía, abrirme al mundo y reintegrarme a él, más allá de este viciado ambiente de guerra fría que tiene mi vida.

Esto de reincorporarme al mundo está siendo, para ser honestos, más confuso que grato, más aterrador que emocionante. Contra todos mis principio y valores hice una concesión y descargué Whatsapp, y agregué a algunos viejos amigos. No a todos porque, bueno... tengo agorafobia cibernética y aún me dan algo de pánico las multitudes, así sean virtuales (especialmente si son virtuales). Y con algunos amigos eso ha hecho que, efectivamente, recupere el contacto. Hasta le estoy agarrando el gusto a chatear, que nunca fue lo mío. Pero hay otros, que quiero de verdad, con los que no encuentro cómo platicar. Para mí es un misterio desconcertante y bastante inquietante el por qué tanta gente en esa red se va sin decir adiós. No lo entiendo, en realidad... y me altera bastante no saberlo.

¿Qué es grosero y qué no? Parece, desde mi perpleja conclusión, que cada red social tiene sus parámetros y sus definiciones. Aparentemente hay cosas que pueden ser molestas u ofensivas en algunas redes sociales (como subir demasiados estados en whatsapp) y buenas en otras. Además parece que tienes que tener fuertes creencias para encajar. Siento un poco que no es suficiente amar a los animales, si no eres vegano eres tibio en tus convicciones.

Hace quince años uno de mis mejores amigos me acusó de ser moderada, insulto que me ofendió muchísimo en su época, y que hoy me pregunto si no sería real. Tengo pocas convicciones tan aferradas a mi mollera que me lleven a la revolución o a las armas. De hecho, probablemente sólo haya una: creo y siempre he creído que vale la pena defender la libertad de expresión con la sangre y con la vida. Es decir que la censura es mi criptonita, sólo que en vez de debilitarme me pone en modo guerrero salvaje. Ya terminé de enlistar mis fuertes convicciones.

El resto de convicciones, que existen y son muchas, son más bien suaves. Como budista creo que todos tienen derecho a pensar de su vida, del mundo y de mí lo que deseen, que todos en el universo somos en el fondo la misma cosa y que, por tanto, tú que me estás leyendo eres, literalmente, una parte de mi cuerpo (el verdadero) tan personal e íntima como mi dedo índice. ¿Cómo podría rechazarte, odiarte o siquiera verte con cara de fuchi? Y lo siento, pero todos tenemos una función en el ecosistema, todos servimos para algo, y eso incluye a los fascistas, a los nazis, a los intolerantes, a los bots y a los trolls del internet. Incluye hasta a Trump, Peña Nieto, López Obrador, Carstens y quienes quiera que sean actualmente los presidentes del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Mi alma quiere odiarlos, pero mi disciplina no-religiosa me lleva a decir “no rechazo, no rechazo” y a confiar en que el karma venga a patearles el trasero sin que yo tenga que ir personalmente a golpearlos.

También me la pasé diez años callada, sin dialogar con otros. Al principio me costaba trabajo incluso escribir, porque había olvidado cómo agarrar la pluma, y aún hoy, en ocasiones, tengo errores en el habla porque, literalmente, he guardado demasiado silencio.

Volver al mundo, en resumen, me parece, sobre todo en días como hoy, una tarea cansada, pesada, desconcertante y casi imposible para mi cerebro enfermo. Pasé, en solo diez años, de ser la de la mesa de los buenas ondas a la niña en el rincón que no habla, se abraza las piernas y se mece asustada porque quiere a su mami. Así andamos. A ver si mañana se me pasa.

¡Buenas letras!

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o si quieres ir a morbosear mi vida anterior...

ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora

Corazones Frescos, Recién Lavados (un regalo y un vídeo)

Si ustedes me seguían hace nueve años, saben (espero) que los amo con locura. Si no lo hacían, lo aprenderán con el tiempo. Son mi razón para vivir, y estos nueve años que no pude estar cerca de ustedes la alegría se me consumía entre la tinta que no podía correr, entre las teclas que no podía tocar para contarles mis locuras.

He visto, y estoy muy feliz por ello, que más de uno entre ustedes ha buscado mi libro, Corazones Frescos, Recién Lavados en pdf, porque yo sé que quieren leerlo y, como yo, buscan tenerlo en su computadora sin pagarlo. Les confieso que todas esas veces que descargué libros para leerlos en la computadora, como buena escritora y perseguida política en la ruina, me sentía culpable porque no había subido el mío para que ustedes lo pudieran tener. Es imperdonable, porque nada hay que me contraríe más que la Ley Sopa y su manía de evitar que la literatura corra a sus anchas, libremente por la web. Pero no podía subirlo porque era, en resumen, demasiado arriesgado.

Hoy que me he decidido a volver, vengo a dárselos libremente, para que hagan con él lo que deseen. Salvo dos cosas: plagiarlo y venderlo. Si quieren dedicarlo, seré la más feliz, si algún príncipe o princesa se ganó un poema de amor, siéntanse libres de dedicarle un poema lindo. Si algún sapo se atravesó en su camino, golpéenlo con mis letras... pero al final pongan, por favor, que es mío. Es un tema difícil, porque verán, es mi vida la que les regalo, y si no ponen que lo escribí yo, desde este lado de la butaca se siente como haber perdido un trozo de autobiografía, de pasado (¡de por sí mi memoria es mala y ha perdido tanto!)... pero sólo eso les pido.

Los amo. Los amo. Disfruten mi libro. Pronto volveré a leerlo, en un rincón perdido de esta querida y a veces sufrida Ciudad de México. Ya les contaré cuando se cierre el trato.

Corazones Frescos, Recién Lavados

PD. Si quieren verme en acción, pues aquí está el vídeo de mi última presentación, el 29 de abril, pero prometo que habrá nuevas. Estén al pendiente. Besos.

de mí para ustedes, mi triunfal regreso al escenario

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Así pues, he llegado viva hasta aquí. No sé cómo sucedió, porque como en las buenas películas, se necesita un momento para entender que se ha sobrevivido, que de alguna manera milagrosa se conservaron las extremidades, la cabeza y hasta la mayor parte de la sangre. Mi vida en este momento se siente como aquél silencio que sólo el mar puede crear, en el que todo calla, hasta las olas, y la opresión en el pecho te hace saber que viene una tormenta.

Hace nueve años, cuatro meses y dos semanas publiqué por última vez algo que hubiera salido de mi pluma, de manera directa y utilizando mi verdadero nombre, que como saben ustedes, los que realmente me conocen, es y será @locasinloquero, así, con la @ porque uno puede ponerse el nombre como le plazca. Algunos de ustedes (cuánto los amo) me han preguntado en mi viejo blog, amadas ruinas de quien fui alguna vez, cuándo volveré, si pensaba volver. Algunos hasta me reclamaron, con toda razón, por mi larga, larguísima ausencia.

¿Qué puedo decirles ahora que he vuelto? Debo una explicación y sin embargo, ahora aquí, frente a la pantalla, me cuesta resumir los últimos nueve años de terror. Digamos, entonces, que el mundo es un lugar más aterrador de lo que yo creía a los 28, y que aparentemente escribir poesía es un acto revolucionario. Que cuando me di cuenta no dejé de hacerlo, sino que ataqué con más ímpetu, y que la conclusión obvia a la que la vida me llevó fue que había sido mala idea ir a la guerra sin pistola... literalmente. No llevaba ni un cuchillito de plástico, qué vamos a hacerle.

Hay quienes opinan que quisieron callarme y lo lograron. Tal vez tengan razón. Resulta que cuando te enfrentas a la muerte lenta y dolorosa, a que te arranquen el rostro con un pelapapas en vida (lo hacían) y a que además maten a tu familia, a quienes amas... no todos somos valientes. O tal vez encontré maneras originales de seguir luchando y decidí que tenía más posibilidades si dejaba de escribir, ¿cómo saberlo? No seré yo quien lo diga y probablemente tampoco ustedes quienes lo averigüen. Así que quedémonos con la teoría de que soy una cobarde. La prefiero.

Pero si soy una cobarde, soy una cobarde que nunca ha dejado de amarlos. Que los ha extrañado hasta las lágrimas cada día que no he podido escribir. Que soñó con recibir la carta anhelada en que el Destino dijera “puedes volver”. Ese día vino, con su brisa fresca, con su sabor a primavera, con su olor a jacarandas, hace dos semanas. Y aquí estoy, bajando del barco legendario de mi exilio mental, prendiendo la computadora, volviendo a casa. Me quedan aún los mareos del viaje, me faltan los dientes que perdí en la batalla, pero estoy de una pieza, con los dedos necesarios para seguir escribiendo. Es un milagro, y uno de esos que pienso compartir con ustedes. Si me permiten, esta es mi forma de decir “Hola, he vuelto”.

Les dejo letras llenas de luz, voy a fumar un cigarro a ver si el humo me para la temblorina emocionada.

¡Buenas letras!

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