Si sociabilizar fuera un músculo, hace diez años yo hubiera sido una fisicoculturista, fuerte y segura de mí y mi capacidad innata para tratar con el resto de seres humanos. Iba por ahí, con mi sonrisa contagiosa, sabiendo qué debía de hacerse y qué no para encajar en básicamente todos los grupos sociales que me interesaban. Era una maga en el arte de decir la palabra precisa, hacer la broma correcta. Era lo mío, esto de pertenecer al mundo.

Pero entonces vino el mundo, quiero decir los poderosos del mundo y decidieron que mi superpoder estaba siendo utilizado para fines perversos como, ya saben, leer poesía y convencer a algunos incautos soñadores de amar al prójimo. Como sabemos todos, eso siempre acaba igual, con una cruz y un ingenuo clavado a ella. Así que me aislaron, me obligaron a desaparecer y, cuando reaparecí, pusieron a mi alrededor tantos espías que llegó un momento en que simplemente aprendí a lidiar con ellos. La estrategia es simple: no confío en nadie, no digo ningún secreto a nadie y voy por la vida fingiendo que no me doy cuenta de que me están espiando.

La estrategia ha funcionado, todo sea dicho. Mis pobres espías se están jalando de los pelos, principalmente porque no logran sacar la más mínima información de mí, a pesar de que en su versión de la historia son mis amigos (han logrado establecer contacto, supongo que dicen) y compartimos muchas tardes de café, cenas, paseos. Se supone que, después de tantos años de cultivar mi amistad, ya deberían de haber averiguado algunos nombres de rebeldes revolucionarios, a los que poder desaparecer, o al menos tendrían alguna idea sobre mis malignos planes. Supongo que ahora que estoy escribiendo de nuevo podrán ahorrarse el trabajo de tratarme y leer directamente aquí y en Ciudad Imaginaria lo que he estado pensando y tramando.

Pero ahora, por razones que ya les contaré en otra ocasión, decidí que estoy harta de sólo socializar con gente que yo sé que manda el gobierno para obtener algo con lo que poder callarme. Puede que me haya acostumbrado a fingir que no me entero de nada, pero es cansado y desesperante estar rodeado todo el día de gente que quiere arruinarte. Es como no tener amigos, pero más solitario aún, porque entre tanto guardia no puedes hablar ni siquiera con tus amigos imaginarios. El punto es que quiero, deseo como hacía mucho tiempo no lo hacía, abrirme al mundo y reintegrarme a él, más allá de este viciado ambiente de guerra fría que tiene mi vida.

Esto de reincorporarme al mundo está siendo, para ser honestos, más confuso que grato, más aterrador que emocionante. Contra todos mis principio y valores hice una concesión y descargué Whatsapp, y agregué a algunos viejos amigos. No a todos porque, bueno... tengo agorafobia cibernética y aún me dan algo de pánico las multitudes, así sean virtuales (especialmente si son virtuales). Y con algunos amigos eso ha hecho que, efectivamente, recupere el contacto. Hasta le estoy agarrando el gusto a chatear, que nunca fue lo mío. Pero hay otros, que quiero de verdad, con los que no encuentro cómo platicar. Para mí es un misterio desconcertante y bastante inquietante el por qué tanta gente en esa red se va sin decir adiós. No lo entiendo, en realidad... y me altera bastante no saberlo.

¿Qué es grosero y qué no? Parece, desde mi perpleja conclusión, que cada red social tiene sus parámetros y sus definiciones. Aparentemente hay cosas que pueden ser molestas u ofensivas en algunas redes sociales (como subir demasiados estados en whatsapp) y buenas en otras. Además parece que tienes que tener fuertes creencias para encajar. Siento un poco que no es suficiente amar a los animales, si no eres vegano eres tibio en tus convicciones.

Hace quince años uno de mis mejores amigos me acusó de ser moderada, insulto que me ofendió muchísimo en su época, y que hoy me pregunto si no sería real. Tengo pocas convicciones tan aferradas a mi mollera que me lleven a la revolución o a las armas. De hecho, probablemente sólo haya una: creo y siempre he creído que vale la pena defender la libertad de expresión con la sangre y con la vida. Es decir que la censura es mi criptonita, sólo que en vez de debilitarme me pone en modo guerrero salvaje. Ya terminé de enlistar mis fuertes convicciones.

El resto de convicciones, que existen y son muchas, son más bien suaves. Como budista creo que todos tienen derecho a pensar de su vida, del mundo y de mí lo que deseen, que todos en el universo somos en el fondo la misma cosa y que, por tanto, tú que me estás leyendo eres, literalmente, una parte de mi cuerpo (el verdadero) tan personal e íntima como mi dedo índice. ¿Cómo podría rechazarte, odiarte o siquiera verte con cara de fuchi? Y lo siento, pero todos tenemos una función en el ecosistema, todos servimos para algo, y eso incluye a los fascistas, a los nazis, a los intolerantes, a los bots y a los trolls del internet. Incluye hasta a Trump, Peña Nieto, López Obrador, Carstens y quienes quiera que sean actualmente los presidentes del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Mi alma quiere odiarlos, pero mi disciplina no-religiosa me lleva a decir “no rechazo, no rechazo” y a confiar en que el karma venga a patearles el trasero sin que yo tenga que ir personalmente a golpearlos.

También me la pasé diez años callada, sin dialogar con otros. Al principio me costaba trabajo incluso escribir, porque había olvidado cómo agarrar la pluma, y aún hoy, en ocasiones, tengo errores en el habla porque, literalmente, he guardado demasiado silencio.

Volver al mundo, en resumen, me parece, sobre todo en días como hoy, una tarea cansada, pesada, desconcertante y casi imposible para mi cerebro enfermo. Pasé, en solo diez años, de ser la de la mesa de los buenas ondas a la niña en el rincón que no habla, se abraza las piernas y se mece asustada porque quiere a su mami. Así andamos. A ver si mañana se me pasa.

¡Buenas letras!

¿quieres seguir platicando?

Si quieres platicar, te veo en Mastodon si quieres ver el vídeo de mi triunfal regreso a los escenarios

o si quieres ir a morbosear mi vida anterior...

ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora