Es una cosa complicada esto de ser escritora. Para empezar, ser escritor nunca parece ser el sueño de tus padres cuando eras un pequeño y adorable bulto chillón. No, ellos te cargaban y te hacían cosquillitas imaginando que en el futuro te dirían ''licenciado'', ''doctor'' o ''ingeniero''. Veían con ilusión el trozo de pared en el que colgarían tu título profesionsal, ése que le dice a todo el mundo que eres alguien y que tus padres, por supuesto, lo hicieron todo bien. Cuando sus amigos se encontraran en un problema, los llamarían a ellos para ser representados por el Abogado, con mayúsculas, u operados por el Neurocirujano con doctorado en Harvard o Yale. Ése ser importante y bien vestido eras tú en la mente de tus papás.

Las reacciones a la noticia de que el plan no va a ser el de sus orgullosas fantasías es siempre diversa, pero aún así unificada por el horror y la decepción. Los escritores no usamos traje a menos que estemos locos o alguien nos haya dado el Nobel, cosa que, aceptémoslo, es harto improbable. Además, ¿en qué situación posible o siquiera imaginable un amigo suyo podría necesitar a un escritor? Los escritores no somos, como todo el mundo sabe, los sujetos más útiles en la lista de contactos, como no sea para tener una buena conversación. Tampoco somos, por lo general, de los que acabamos la carrera y le damos el gustazo a nuestros papás de colgar el bendito título universitario en el rincón de honor de la pared, porque por lo general nos damos cuenta de que queremos ser escritores justo a la mitad de nuestros estudios, y siempre vamos como unos locos en busca de las Musas, dispuestos a abandonarlo todo cuando el llamado ocurre. Y además es casi una verdad consagrada que seremos pobres, porque pobre y escritor deberían ser sinónimos en el diccionario. Cuando los escritores nos juntamos a tener nuestras charlas de café, o nuestras farras de cerveza (que suelen ser legendarias) siempre rompemos el hielo hablando de la manera en que nuestros padres se desmayaron al oír la noticia. Los pobres estaban preparados para malos matrimonios, homosexuales, transexuales, delincuentes y hasta políticos, pero escritor es una de esas cosas que no vienen en los manuales de crianza. Incluso tenían un plan por si encontraban cocaína escondida en nuestro armario, pero un cuaderno repleto de versos... eso es demasiado para cualquiera.

Las historias son variadas y siempre entretenidas, y por lo general ocupan varias horas de conversación. Los hay, por ejemplo, que fueron expulsados de sus casas, desheredados de por vida. Otros tuvieron madres que desarrollaron el extraño talento de llorar apenas los veían salir de la habitación. Alguna vez encontré a uno que había sido llevado a la tumba del abuelo, a ver si el espíritu de los ancestros lo hacía entrar en razón. Pero por mucho que uno ame a sus padres, las Musas son nuestro faro y nuestra luz, son la guía que nos lleva por la selva oscura que es el mundo, y también nuestra comida y nuestra agua. Un escritor que decide dedicarse a ello lo hace, por regla general, porque no tiene otra opción.

Y es que ser escritor está muy lejos de parecerse a elegir una carrera. Un ingeniero sale de su trabajo y es Pablito Gutiérrez, el que tiene otras cosas en la cabeza. Un día el ingeniero Pablito Gutiérrez puede tener una crisis existencial y decidir que ahora quiere ser el taquero Pablito, o Don Pablo, el de la tienda. El escritor, no. El escritor siempre será El Escritor Pedro, con el oficio por delante. Y puede trabajar en un millón de oficios, cosa que con toda seguridad hará (yo he sido nana, la de las copias, cantante de peseros, recepcionista de hotel de paso, lavaplatos...), pero en cuanto tenga cinco minutos libres, e incluso si no los tiene, tomará una pluma y el primer papel que encuentre y escribirá con la misma ansiedad del extraviado en el desierto cuando llega a un oasis. Para nosotros, los escritores, escribir es tan vital como respirar, comer y beber. Es simplemente irrenunciable.

Yo tuve suerte porque mi mamá reaccionó razonablemente rápido y razonablemente bien ante lo inevitable de mi decisión. Me conocía suficiente para saber que iba a ocurrir tarde o temprano, porque venía dando señales de mi tremenda deformidad profesional desde la pubertad, quizá antes. Pero además era una veterana en lidiar con mi legendaria rebeldía y sabia que si se oponía iba a ser peor. Yo era capaz de tomar mis pertenencias en un trapo amarrado a un pañito, como la caricatura que tanto me fascinaba de niña, e irme a vivir abajo de un puente con tal de dedicarme a mi pasión. Así que cuando le informé, con la misma seriedad del que dice ''mamá, soy gay'' que era poeta, sólo me miró con toda seriedad y dijo: – ¿y de qué vas a trabajar? Me costó una hora convencerla de que ser escritor de hecho es un trabajo. Que vender libros no es cosa fácil y hacerse un nombre tampoco. Probablemente ayudó a mi causa el hecho de que llegara con un plan de negocios: pensaba leer mis poemas en la calle y así vender mis libros. O probablemente no, pero ya que mi pobre madre había tenido que superar ocho años antes que cantara en peseros, tomó mi alocado plan con resignación.

Me siento mal con mi madre y su heroica reacción, porque lo que ni ella ni yo intuíamos es que ser poeta es mucho peor que ser escritor. Para sorpresa de todos (excepto mía) lo de leer en la calle de hecho funcionó, y vendí libros como enajenada, por lo que por un momento pareció que el susto había sido injustificado y con suerte lograría hacer algo medianamente bueno de mi vida. Y una vez superado el primer shock, la verdad es que los padres suelen encontrar que el aura de escritor también tiene sus encantos, que es presumible y todo, por lo que cambian con el tiempo el llanto y el enojo por el orgullo y las selfis. Además pueden invitar a sus amigos y a la familia a las presentaciones de libros, que siempre son glamourosas y los dejan muy bien parados. Pero justo cuando estábamos, ella y yo, cantando victoria, descubrimos simultáneamente que ser poeta es un deporte de alto riesgo. En palabras de Facundo Cabral, dichas un día antes de que lo asesinaran, ''en las dictaduras los poetas siempre mueren primero''. Y ahí estaba yo, atrapada en la ironía de haber tenido demasiado éxito en mi empresa imposible con mi idea descabellada.

Sin mamá, hay que decirlo para que quede claro, yo no habría sobrevivido ni quince minutos. Como una demente (ahora entiendo de donde saqué mi legendaria locura) se subió a mi barquita sin remos y navegó conmigo a través de los huracanes que, uno tras otro, llegaron a partir de entonces. Cuando no pude trabajar, ella lo hizo sin chistar, y se sumó a la lista de empleos raros que había inaugurado yo. Fue empacadora en el súper, vendedora de palomitas (que hacía yo en casa) y de paletitas en los camiones. Durante años no salí sola a la calle, porque quería que, si me desaparecían, al menos pudiera decirle un último ''adiós'' antes de que me subieran a la patrulla y mi vida comenzara a terminarse. En el camino, gracias a eso, nos volvimos inseparables. Cuando era chica cometió grandes errores, es cierto, pero ¿quién no la perdonaría después de todo lo que ha hecho? Se volvió, sin dudas, mi mejor amiga, mi mano derecha y mi espalda en la batalla. La ramita de la que me agarré con fuerza cuando la soledad me pudo haber vuelto loca, mi familia en una forma que no se consigue salvo navegando tempestades.

A los catorce años la gente me veía muy mal porque me fui de casa y le dejé de hablar dos años, y era famosa en la Unidad (versión urbana de un pueblito) como La Peor Hija Que Nadie Hubiera Conocido. Años después, en una vuelta de tuerca sorprendente, terminé siendo considerada la Hija Pródiga con Mamitis, prospecto de solterona que no sabía vivir sin su mami. Ninguna de las dos versiones es cierta, claro, porque cuando me fui tuve mis razones, y cuando no salía sin mamá, como les digo, era por motivos más bien prácticos, pero en algo tienen razón: pocas personas han amado a su madre más que yo.

Y esa es la única ventaja, queridos padres atormentados, que tiene ser padre de un escritor: que su amor y su agradecimiento será bien público y, si tienen suerte, tal vez incluso un día lo escriba en un blog.

¡Buenas letras!

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o si quieres ir a morbosear mi vida anterior...

ésta solía ser yo cuando estaba en Twitter y aquí fue donde me metí en problemas la última vez que fui escritora